Para muchos nicaragüenses el 25 de abril es una fecha que pasa sin pena ni gloria. O más bien, con muchas penas y muy pocas glorias. Y es una lástima. Es una lástima porque esa fecha debería ser un referente palpitante para todos los nicaragüenses comprometidos con la democracia.
Es la fecha en que tomó posesión doña Violeta Barrios de Chamorro, después de las elecciones realizadas el 25 de febrero de 1990. Unas elecciones que posibilitaron la pacificación de Nicaragua, después de más de 12 años de cruentas guerras: primero la insurrección armada para derrocar a la dinastía somocista y después los diez años de la guerra civil de los años ochenta. Esta última nos colocó como peones en el escenario de confrontación de las grandes potencias de la época: Estados Unidos y la Unión Soviética. Más de 50 mil muertes en unos pocos años.
El primer reconocimiento corresponde al pueblo nicaragüense que en su gran mayoría rompió la barrera del miedo y a pesar de las condiciones adversas y el entorno opresivo colmó las urnas con su voluntad soberana.
Las elecciones de 1990 posibilitaron el inicio de un proceso de transición a la democracia que permitió a los nicaragüenses disfrutar, tal vez por primera vez en nuestra historia, de derechos y libertades plenas. En realidad, una triple transición: de la guerra a la paz, del autoritarismo a la democracia y de una economía estatizada a una economía de mercado.
Por supuesto, se trató de un proceso espinoso, plagado de dificultades económicas, sociales, políticas, y de violencia. Violencia en las calles y violencia armada. La consigna de Ortega “gobernar desde abajo” se transformó en un permanente acoso al gobierno que frecuentemente desembocaba en asonadas, tranques, quemas de buses, a tal extremo que hasta el jefe policial Saúl Álvarez fue asesinado ante las cámaras de televisión por uno de los facinerosos que seguían al cabecilla. A la par, persistieron grupos alzados en armas: recompas, recontras y revueltos.
Pero lo fundamental se logró: Ordenar la economía, regularizar las relaciones comerciales y financieras internacionales, abrir espacio a una democracia representativa y establecer bases para un estado de derecho. Y esto igualmente hay que decirlo, también representó la instauración de un modelo económico que, si bien restableció el crecimiento económico y el dinamismo del sector privado, no pudo resolver los rezagos estructurales de la economía, ni la exclusión social, ni la desigualdad.
Con todo, el proceso de transición favoreció la realización de tres procesos electorales consecutivos, la implantación y funcionamiento de una institucionalidad precaria, pero en ruta de afianzamiento, la despartidización del ejército y de la policía, así como la desconcentración del poder.
El primer golpe al proceso de transición hacia una democracia cada vez más fortalecida, fue el pacto entre Daniel Ortega y Arnoldo Alemán. Un pacto que tuvo como propósito imponer y congelar el bipartidismo, repartirse los poderes del Estado y trocar la impunidad a las raterías de Alemán y sus compinches, a cambio de reducir el porcentaje necesario para ser electo como presidente. Ese porcentaje, recordémoslo bien, se redujo del 45% al 35%. Ese pacto dinamitó el camino a la consolidación democrática, institucionalizó la corrupción y la impunidad, implantó la exclusión política como modalidad de ejercicio del poder, restauró el concepto del Estado botín y, fundamentalmente, allanó la ruta para el retorno de Ortega al gobierno.
El gobierno de Enrique Bolaños representó un intento de retomar el camino hacia la democracia, pero los caudillos, Ortega y Alemán, mostraron que su pacto era de fondo y para largo, y no permitieron que Bolaños gobernara con normalidad pues lo sometieron a un acoso permanente.
Y vinieron las elecciones del 2006. El Consejo Supremo Electoral proclamó la victoria de Ortega, quien obtuvo un menor porcentaje de votos en comparación con todas las elecciones anteriores en que participó. Los pregoneros del pacto declararon y declaran que ese triunfo se debió a la división del voto liberal. Un argumento para que lo crean los lelos. Ortega fue proclamado ganador, primero porque a esas alturas ya controlaba el Consejo Supremo Electoral: todavía hoy desconocemos los resultados del 8% de los votos. Y las ganó por el famoso 35%, de lo contrario, jamás habría retornado al poder.
Así, a partir del 2007 se inició el proceso de desmantelamiento de la democracia hasta llegar al día de hoy, quince años después de que Ortega tomara el gobierno y 32 años después que Violeta Chamorro asumiera el gobierno: Sin Constitución. Sin leyes. Sin derecho a elegir. Sin respeto a los derechos humanos. Y sembradas las bases de una nueva dinastía.
Un pueblo que desconoce la historia está obligado a repetirla y hay lecciones que extraer: Primero, la división de la Unión Nacional Opositora, UNO. Triunfaron en febrero y para abril ya estaban divididos. Segundo, la Resistencia Nicaragua, siendo un potente factor de poder se disolvió por falta de conducción política. Tercero, las negociaciones de la transición que al final concedieron al FSLN palancas y espacios de poder que le permitieron mantenerse como un factor decisivo. Olvidar esas lecciones puede ser letal de cara al futuro.
En este contexto, y en esta fecha, es justo dedicar unas palabras a doña Violeta. Una mujer nicaragüense que salió de su casa para promover la reconciliación, implantar la paz y allanar el camino hacia la democracia. Ganó. Gobernó. Y retornó a su hogar. Sin duda una mujer ejemplar que merece el reconocimiento de todos.
Y no voy a venir ahora de fariseo a golpearme el pecho. Yo para ese tiempo estaba en la otra acera. Pero eso de ninguna manera me impide apreciar los méritos y el coraje de doña Violeta. Tampoco me impide reivindicar el valor de la democracia.
Y luchar por ella.
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