El primer abismo que separa a la inmensa mayoría de los nicaragüenses, de Ortega y su camarilla, se da en el terreno de lo más entrañable. En el terreno de las fibras más sensibles del ser humano. Ortega no tuvo una sola frase de consuelo para las madres y familiares de los fallecidos. No le importó. Más bien se dedicó a denigrar a los difuntos, llamándoles delincuentes.
Para nosotros son héroes los jóvenes que, animados de generosidad, coraje y a pecho descubierto enfrentaron, primero, a las hordas paramilitares de Ortega, y después, la embestida criminal de la policía. Para nosotros los jóvenes universitarios son héroes. Para Ortega son delincuentes.
Para nosotros son mártires los jóvenes que cayeron abatidos por balas asesinas disparadas por las fuerzas represivas del régimen. Para Ortega se trató de pandilleros que se mataban entre ellos mismos.
Señor Ortega. A nuestros héroes y a nuestros mártires del presente, usted los denigra como delincuentes. Y eso establece, en el plano humano y ético, un abismo insalvable entre usted y el resto de la sociedad nicaragüense.
La segunda reflexión es sobre un hecho que se repite en todo régimen dictatorial, en toda época y lugar. El ejercicio absoluto del poder termina por alejar al monarca del mundo real.
Ortega impuso unilateralmente su infame decreto de reformas a la seguridad social con el convencimiento de que los nicaragüenses seguirían aguantando sus abusos. Ni siquiera se tomó la molestia de explicarlo. Se equivocó.
Después, calculó que los primeros brotes de protesta serían sofocados con su recurso de siempre: la actuación de sus fuerzas de choque y la exhibición de masas respaldando sus medidas en calles y rotondas. Pero las masas esta vez no salieron y sus fuerzas de choque, aunque provocaron destrozos, fracasaron.
Acudió entonces a la embestida de la policía, seguramente convencido de que la resistencia de los universitarios sería aplastada, mientras el resto de la población actuaría como espectador pasivo. La clausura de los espacios televisivos minimizaría las imágenes. Lo demás lo haría el miedo. Un cálculo fatal.
Ni siquiera apareció. Y cuando lo hizo, después de cuatro días de protestas y de al menos diez muertos, fue para representar una de las peores actuaciones de su vida pública. Pretendió dar atol con el dedo con su retórica de siempre, para terminar repitiendo lo que ya su esposa había dicho la noche anterior. Pero con agravantes: cometió el disparate de hablar de una tenebrosa conspiración internacional, para variar, financiada por los gringos, cuando todo mundo sabe que la protesta estalló como los volcanes, nadie la convocó, nadie la dirigió. Quien lo hubiera intentado sencillamente hubiera fracasado y cometido un error colosal.
Pero lo peor fue llamar delincuentes a quienes protestaban, cuando era el pueblo, en todo el país, el que estaba en la calle, incluyendo sandinistas.
Por si algo faltaba, Ortega habló de vándalos y pandilleros y mágicamente, en la misma noche, aparecieron misteriosos saqueadores en establecimientos comerciales. El más sorprendente es el saqueo del Centro Comercial Linda Vista. La policía, tan presta y feroz para reprimir, no movió un dedo a pesar de que sus instalaciones distritales están a cien metros de distancia… ¿Quiénes provocaron el saqueo? ¿qué nos dice el sentido común?
Esos disparates de Ortega el pueblo los pagó con sangre. Nos costaron 20 muertos más y mayores destrozos.
La conclusión evidente a que nos conduce esta concatenación de hechos es que Ortega vive en un mundo aparte. Nicaragua y los nicaragüenses vamos por un lado y Ortega va por el otro. Nicaragua cambió y Ortega quedó como estatua de sal, señalando hacia el pasado.
Finalmente, una reflexión sobre el futuro. Un celebrado militar prusiano, teórico de la guerra, acuñó la frase de que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Para Ortega es al revés, la política es la continuación de la guerra por otros medios. Y su estrategia es de guerra. Para él solo existen enemigos, aliados y sometidos. Por eso habla de conspiraciones y delincuentes.
Desde su perspectiva, el diálogo es una estratagema de guerra y no un mecanismo democrático.
Es lo mismo que ha hecho Maduro en Venezuela: Utilizar una y otra vez la estratagema del diálogo como recurso para mantenerse en el poder. Y le ha servido. Allí está. Instalado a pesar de la crisis. Centenares de muertos, exiliados y presos. La oposición dividida. Y listo para recetarse otro período.
Y no olvidemos que Ortega acompañó con amenazas, su apelación al diálogo. Así que debemos esperar manotazos abiertos o encubiertos.
El problema es que dejó de ser la crisis del INSS para transformarse en crisis del modelo económico, crisis del régimen dictatorial y crisis del modelo de control social, simultáneamente.
¿Qué hacer? Por hoy, vamos a la marcha. Mañana seguimos.
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