En días recientes realicé una visita a Washington y Nueva York, como parte de una delegación de parlamentarios nacionales, opositores al régimen. Sostuvimos encuentros con representantes de aproximadamente 20 instituciones norteamericanas, tanto oficiales como no gubernamentales, de diverso signo político. Se trató de intercambios intensos, de mucho contenido. Es nuestra obligación informar los resultados.
De entrada calificamos la vista como exitosa, principalmente por lo que aprendimos.
Las claves del éxito fueron dos: A pesar de pertenecer a organizaciones partidarias diferentes presentamos un planteamiento unificado. Además, nos enfocamos en una posición cobijada por los intereses nacionales, en el compromiso con la democracia y la estabilidad del país, más allá de todo espíritu de facción o de las viejas genuflexiones ante la potencia norteamericana.
La primera conclusión a compartir es que el principal “lobbista” en Washington sobre la situación de Nicaragua es Daniel Ortega. Con sus propios desmanes finalmente consiguió colocar a su régimen en el radar del “establishment” norteamericano.
Aclaro la expresión lobbista. En Estados Unidos se llama lobbistas a las personas y empresas que tienen como oficio incidir en la opinión de los tomadores de decisión en los complejos aparatos de poder norteamericanos. En Estados Unidos y también en Europa, es toda una profesión y una lucrativa actividad empresarial. Cuando se habla de establishment, la palabra se refiere al conjunto de las estructuras de poder estadounidenses, esto es, el congreso, los el aparato de administración gubernamental, los centros de pensamiento, las organizaciones no gubernamentales, las redes de poder económico y los medios de comunicación, principalmente.
Los conflictos con el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, sus coqueteos con los rusos -por arriba y por debajo de la mesa-, las controversias con gobiernos vecinos, incluyendo México, la expulsión de funcionarios norteamericanos, las violaciones constantes a los derechos humanos y, ahora, la farsa electoral, lograron despertar la atención, primero, y la preocupación e interés, después, de distintos sectores en Washington.
Las preocupaciones que escuchamos abarcan un amplio abanico de temas, los cuales, obviamente, tienen como concentración inmediata la farsa electoral, pero en el marco más amplio de violaciones al régimen de libertades ciudadanas, concentración de poder, desmantelamiento de la institucionalidad democrática y el riesgo de la agudización de los conflictos, todo lo cual amenaza la estabilidad del país y conspira en contra del ambiente inversionista.
En estas preocupaciones también está presente la dimensión regional. Por un lado, el riesgo de que la agudización de los conflictos en Nicaragua salpiquen al resto de Centroamérica y agraven la situación de seguridad de los países del triángulo del norte (Honduras, El Salvador y Guatemala) y, por otro, que mayores corrientes de migración hacia Costa Rica aumenten las tensiones con ese país. Por otra parte está el escozor y sospechas que provocan en algunos sectores los devaneos de Ortega con los rusos y otros actores internacionales adversos a los intereses estadounidenses.
Ortega incluso ha logrado decepcionar a sectores de izquierda, que tenían una actitud complaciente con su régimen hasta tiempos recientes.
Evidentemente, frente a las crisis de orden global y regional, de distinta naturaleza, que enfrenta Estados Unidos, Nicaragua es solamente un pequeño punto.
Lo relevante, sin embargo, es que Ortega logró colocar al país en el radar de los sectores relacionados con América Latina. Y logró más: que estos sectores progresen en la configuración de una visión compartida sobre la naturaleza del régimen de Ortega y los riesgos que comienza a generar. Ortega dejó de ofrecer la seguridad que garantizó en otro tiempo. La reciente iniciativa bipartidista, en el seno del congreso, para condicionar el apoyo norteamericano a la financiación de las instituciones financieras multilaterales al régimen de Ortega, es solamente un indicio de esta nueva visión.
Estos indicios y opiniones permiten avizorar que llegaron a su fin los tiempos en que ante los desmanes de Ortega “los gringos miraban para el icaco”. Pero no se trata ya de los viejos modelos de injerencia externa, sino de una lógica inscrita en el cumplimiento de los compromisos asumidos por el Estado nicaragüense, principalmente en la Carta Democrática.
En los tiempos que se avecinan es muy probable que escuchemos cada vez con más frecuencia declaraciones sobre la necesidad de que Ortega cumpla los compromisos internacionales y, especialmente, una mayor actividad de la Secretaría General de la OEA, en el marco de sus mandatos normativos sobre la promoción de la democracia y el respeto a los derechos humanos en nuestro país.
Y que no venga Ortega a rasgarse las vestiduras, como lo hizo el 19 de julio, ante el diálogo que abrimos con instancias norteamericanas. Refresquemos la memoria: por encomienda del Frente Sandinista, en los setenta, el padre Fernando Cardenal compareció a rendir testimonio en el Congreso Norteamericano sobre los atropellos del somocismo. En Junio de 1979, Miguel D´escoto, en representación del Frente Sandinista, utilizó el escaño de Panamá para denunciar al somocismo ante los cancilleres de la OEA. Si fue válido acudir a la OEA frente a la dictadura somocista, también es válido hacerlo frente a la dictadura de Ortega. Y si algo faltara, recordemos también que Ortega suscribió los acuerdos para la constitución de la CIAV-OEA que posibilitaron que esa organización actuara como instancia de apoyo y verificación de los acuerdos de pacificación, en 1989.
Más allá de todo lo anterior, debemos estar claros de que los problemas de los nicaragüenses corresponde resolverlos primordialmente a los nicaragüenses. Nadie nos sacará las castañas del fuego. Pero no es lo mismo luchar ante la indiferencia de importantes actores externos, que luchar acompañados por la mirada atenta de la comunidad internacional. Y ese es el escenario que tenemos por delante.
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