Historias de ayer y de hoy

¡Que viva Managua!

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Bulliciosa, apretujada, agitada, colorida, desordenada, alegre: Así recuerdo a la vieja Managua.

Para quienes veníamos de los departamentos, la pitazón, las aglomeraciones de gente, los negocios, las filas de carros y de buses, el sol, los gritos de los vendedores, los edificios, el lujo y la miseria mezclados, las baratas a media calle, nos dejaban aturdidos. Era nuestra capital. Una capital que nos atemorizaba y nos seducía. Todos queríamos venir a Managua. Y muchos nos quedamos. La capital de un país que se modernizaba económicamente a pasos acelerados; aunque, en paralelo, las cadenas de la dictadura atenazaban las ansias de libertad de la gente.

Hace 45 años, los nicaragüenses anochecimos en un mundo y en un capítulo de la historia de nuestro país, y amanecimos en otro. Un amanecer en tinieblas, plagado de dolor, de años de trabajo y sacrificios devorados por el fuego, de sueños convertidos en polvo. El desconcierto y la incertidumbre oprimiendo el pecho.

…no se qué pueda yo decir sobre tus escombros…que no esté dicho por las alambradas que te hacen sangrar por los costados…clama el poeta Gutiérrez en su estrujante “Réquiem a una ciudad muerta”…La víspera de la noche buena se perdieron las cartas que todos los niños habían mandado al Niño Dios…

El terremoto de 1972 transformó para siempre la historia de una ciudad, las vidas y el devenir de las familias que la habitaban, y el destino de todo un país. Como lo expresó el notable periodista Horacio Ruiz en una crónica memorable: “Los que sobrevivieron vivirán siempre con la sensación de que algo propio, algo vivo de cada quien, también fue sepultado con la ciudad… Imposible será a las generaciones futuras imaginar lo que vivimos los habitantes de Managua el 23 de diciembre de 1972…”.

Pero mi propósito de hoy no es renovar sufridos recuerdos, sino compartir con ustedes mi opinión sobre las enseñanzas que deberíamos extraer para nuestra realidad presente:

La primera se refiere al espíritu de lucha de los managuas y, en general, de los nicaragüenses. Managua era el corazón económico y comercial del país y fue completamente arrasada por el demoledor golpe de la naturaleza. Pero, aunque “en unos segundos todo se convirtió en nada”, los managuas, con imaginación, con determinación y con sacrificios volvieron a colocar ladrillo sobre ladrillo, lámina sobre lámina, esperanza sobre esperanza, para re-edificar sus vidas, su porvenir y su ciudad. Nuestra ciudad.

No quedó bella, es verdad. Pero su poder de atracción se mantiene, ahora revestido con ese manto verde que la cubre cuyo encanto se vive aunque no siempre se aprecia.

Ese atributo de recoger y avivar anhelos en medio de la desgracia muestra la capacidad que como sociedad tenemos para, desde la adversidad, construir un país con prosperidad real y no fantoches pintados de amarillo, con oportunidades y justicia verdaderas y no con migajas, con dignidad y no con borreguismo menesteroso. Esa es la primera lección. Podemos lograrlo.

La segunda enseñanza está referida al funesto impacto de las ambiciones desenfrenadas.

El régimen somocista encontró en la tragedia una oportunidad para exacerbar sus ambiciones de poder y de enriquecimiento desmesurado. Especulaciones con las tierras, negocios amañados, corrupción flagrante, concentración de poder, exclusión y represión política. Esos afanes, en medio de la tragedia, generaron contradicciones en la élite dominante y fertilizaron condiciones para el malestar de la población, inicialmente, y después para la sublevación.

Así, unos pocos años más tarde estábamos en plena guerra. Nueva destrucción. Nueva tragedia. Vino la revolución. La revolución hizo renacer esperanzas que duraron muy poco aplastadas por la confrontación. Y nueva destrucción.

Hace pocos días visité casualmente un pequeño comercio en Managua, y el dueño, un señor ya entrado en años, me resumió nuestra historia en pocas palabras: Teníamos un negocito que veníamos haciendo crecer con años de esfuerzo. El terremoto acabó con todo. Nos quedamos sin casa, sin la tienda, sin muebles, sin nada. Solo las manos y el deseo de seguir viviendo. Comenzamos a levantarnos con las uñas. Después vino la guerra y luego la revolución. El gobierno consideraba enemigos a los comerciantes. Nos tuvimos que ir. Sobrevivimos en el exterior. Pude educar a mis hijos. Y regresamos porque este es nuestro país. Compramos este local e instalamos nuevamente la tienda. Pero otra vez sentimos que aquí no se puede vivir.

Nuevamente Sísifo condenado a levantar una y otra vez la misma peña, cuesta arriba por ladera empinada, y erizada de espinas. Pero esa condena no puede ser eterna. No son invencibles los fantasmas reencarnados: la ambición desquiciada de poder para, al amparo del mismo poder, desatar la orgía del enriquecimiento desenfrenado. Cierto es: los embates de la naturaleza no los podemos evitar, sólo podemos mitigar sus daños. Pero los embates de las ambiciones desenfrenadas sí los podemos abatir.

Esa es la segunda enseñanza.

  1. AntonAlv

    Cuando ocurrió el terremoto, colaboré desde España para recaudar fondos y enviar ayuda de primera necesidad. Con la ayuda de las emisoras de radio locales y de los Salesianos, organizamos una recogida de papel usado con la que obtuvimos miles de pesetas, una pequeña fortuna entonces. Luego supe que toda esa ayuda se la quedaron los Somoza.

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