Lo que le da un carácter trágico a la independencia de Centro América es que a pesar de haberse realizado pacíficamente, trajo de todos modos la guerra civil. Hay quienes piensan que si se hubiera conquistado por medio de las armas, se habría asegurado la unidad y la paz de las provincias que componían la Capitanía General de Guatemala. Aunque la experiencia de otras regiones hispanoamericanas no estimula a pensar de ese modo, todo está en la medida de lo posible. Pero probablemente no se hubiera podido evitar la anarquía o salir pronto de ella, sin resignarse a la dictadura. La misma resistencia daba lugar a la dictadura. Tal era el círculo vicioso que se produjo como resultado de la independencia. Solo por un milagro de cordura humana podían eludirse en las circunstancias de Centro América, los dos extremos de la anarquía y la dictadura.
La infinidad de causas aducidas por los historiadores para explicar la trágica situación –antecedentes coloniales, federalismo, debilidad constitucional del Poder Ejecutivo, carencia de un distrito federal, pasiones de los hombres, etc., etc., – por más que aclaren ciertos aspectos particulares, no contribuyen mucho a esclarecer el carácter fatal y permanente de la guerra civil en que ha vivido casi toda Centro América desde la independencia. Es necesario reconocer que fue la propia independencia la que determinó la situación. No hay ningún fatalismo, ni determinismo histórico en esta simple constatación del hecho. En otras circunstancias, desde luego, la independencia pudo haber producido otros efectos. Gaínza, Iturbide, Filísola, Arce, Morazán mismo, pudieron haber sido otros hombres o corrido otra suerte. Pero evidentemente no es esa la cuestión.
Consideradas las circunstancias y los hombres que actuaban en ellas, las ideas, pasiones e intereses que entraban en conflicto, lo mismo que los antecedentes históricos de Centro América., la independencia tal como se produjo en Guatemala el 15 de septiembre de 1821, seguida de la consulta a las provincias y los ayuntamientos, vino a ser en la práctica como una invitación a la guerra civil. La misma independencia fue ya el primer efecto de un estado de guerra civil latente en Centro América. En algunas ciudades como Guatemala, San Salvador y Granada de Nicaragua, había seguramente un clima favorable a la guerra civil. En cierto modo puede afirmarse que, por lo menos desde 1810, ya existía en algunos lugares lo que hoy llamamos una guerra fría.
La verdadera guerra civil, sin embargo, sólo rompió los diques cuando la independencia empezó a practicarse tal como se la entendía en cada lugar y momento. Desde entonces, todo en última instancia dejó de ser el rey sin que llegara a serlo en definitiva, como se pretendía, la voluntad del pueblo expresada en las leyes. En tales condiciones, la última instancia no podía ser otra que la guerra civil. La historia misma empezó a vivirse y a concebirse como guerra civil.
No solamente la historia en sí, como conjunto de hechos acontecidos en Centro América, sino también la historiografía centroamericana. En realidad la historia escrita no ha consistido más que en la repetición de la historia vivida como guerra civil. Actores de esta han sido los autores de aquélla, y tanto las memorias o relaciones de los protagonistas y corifeos de las revoluciones, como los libros de los historiadores afiliados a los bandos opuestos, escritos siempre desde un solo ángulo, han acusado necesariamente una deformación, o por lo menos, una visión unilateral, es decir, incompleta, de la historia. Esta se ha escrito, pues, desde la guerra misma y como parte de ella.
Los libros y folletos de los historiadores, puede decirse que en cierto modo correspondían a los cañones y fusiles de los combatientes. La mayor parte de ellos son verdaderas armas de guerra y hasta los más desapasionados sirven como instrumentos de propaganda. Es posible que exista, pero no se conoce ningún texto de historia que en propiedad merezca el calificativo de nacional, ni para Centro América como unidad, ni para las repúblicas por separado, con la relativa excepción de Costa Rica donde la guerra civil no ha sido lo exclusivo del proceso histórico posterior a la independencia.
En cambio Nicaragua, donde lo ha sido, la visión incompleta y partidista del pasado hace imposible la superación intelectual del estado de guerra civil en que se vive. Hay por lo menos dos historias distintas, aunque complementarias, de Nicaragua: la liberal y la conservadora. Nunca se ha realizado ningún esfuerzo serio en el sentido de complementarlas, procurando ponerse por encima de las dos ellas con el fin de escribir en forma inteligible una historia de Nicaragua realmente nacional. Intelectualmente se continúa inmerso en la guerra civil, porque no se la puede mirar desde fuera o, mejor dicho, desde cierta altura, como un todo compacto y casi autónomo, cuyo funcionamiento tiene sus propias leyes y que de tal manera se confunde con la historia desde la independencia, que no es posible distinguirla de la historia misma.
Leyendo la historia escrita desde uno u otro de los inestables frentes de combate en que constantemente se ha dividido Nicaragua, el lector más sagaz se ve perdido en la maraña inextricable de motivos humanos y accidentes fortuitos de las llamadas revoluciones, con muy escasas posibilidades de comprender el significado de la guerra civil a lo largo del tiempo y la profundidad de sus efectos en la vida Nicaragüense.
La historia de Nicaragua desde la independencia, más particularmente que la del resto de Centro América, resulta en realidad un espantoso galimatías, una sangrienta insignificancia –a tale told by an idiot- si no es considerándola en su totalidad, como un conjunto significativo que no carece de importancia en la historia universal, para lo cual es necesario contemplarla desde fuera de la guerra civil, aunque como un efecto de la misma. La superación de ésta última supone, desde luego, como primera condición, la apoliticidad de la inteligencia.
Apoliticidad en este caso no significa imparcialidad, neutralidad o indiferencia políticas, como tampoco falta de convicciones en la materia. Para entender la historia o, mejor dicho, para juzgarla libremente, parece indispensable que la inteligencia esté en capacidad de colocarse, como quien dice, fuera de la historia. Y lo mismo sucede con la política, que no se puede analizar con libertad cuando la inteligencia está comprometida en ella. Lo que se entiende aquí por “apoliticidad de inteligencia” es, pues, únicamente la determinación de examinar con libertad de espíritu tanto la historia como la política.
Puede decirse sin exageración que es la política nicaragüense la que en verdad ha sido una guerra civil, fría o caliente, y la historia su resultado. Por consiguiente cualquier intento de comprensión de la vida política de los nicaragüenses, en el pasado igual que en el presente, debe empezar por libertarse del espíritu de guerra civil que anima esa política y la conduce necesariamente por los caminos de la violencia. Hay que librarse de él, y sin embargo no perderlo de vista. Los centroamericanos le llamaban en el siglo pasado “espíritu faccioso”. Lo conocían perfectamente y eran capaces de reconocerlo, al más ligero síntoma, en sus adversarios políticos. Su incubación ocurrió al parecer, en el proceso que dio lugar a la independencia, manifestándose al principio como dos actitudes distintas, no siempre aunadas: el sentimiento de rebeldía y el espíritu de partido, que una vez alcanzada la meta a la que más o menos conscientemente se dirigían, terminaron por confundirse o combinarse en el llamado espíritu faccioso. No conviene soltar de la mano el hilo conductor por donde corre esta fuerza motriz de la historia en las repúblicas centroamericanas, con la excepción ya señalada y, desde luego, relativa de Costa Rica.
Por sus orígenes y por el hábito adquirido de las revoluciones, el espíritu faccioso o de guerra civil, vino temprano a consistir en un complejo de difícil análisis, puesto que afecta más o menos a la totalidad de la nación, incluyendo lo mismo a la ciudadanía que a las autoridades. El verdadero enfermo de esa especie de epilepsia nacional es el Estado entero, pueblo o gobierno. Por lo que se refiere a los ciudadanos, consiste en una actitud de permanente rebeldía, franca o disimulada, pero siempre tendiente a convertirse en rebelión abierta, siempre dispuesta a llegar a los tiros, contra cualquier autoridad o fuerza dominante que no provenga del partido político circunstancial en que se milite. Es una absurda caricatura del derecho de rebelión. Confundir, sin embargo, esa actitud con el legítimo derecho de rebelión que, en circunstancias especialísimas, asiste a los ciudadanos, equivaldría a nulificar ese mismo derecho por la imposibilidad de distinguirlo de sus más burdas y sangrientas parodias. La dignidad política nutrida en el espíritu faccioso le exige al ciudadano oposicionista considerarse como enemigo del gobierno y tener al gobierno por enemigo del ciudadano.
Por lo que hace al gobierno y a las autoridades en general, el espíritu de guerra civil se manifiesta en una actitud de hostilidad o desconfianza o, cuando menos, de recelo y suspicacia frente a los ciudadanos, considerados como enemigos, que suelen ser los no incondicionales. La sola sensación de estar rodeada de enemigos, empuja a la autoridad a extremos peligrosos: si es débil, se ve paralizada por el temor, desacreditada por la indecisión, a merced de tumultos, rebeliones e intrigas; si es fuerte, todo la lleva a convertirse en desmesurada y abusiva. No logra así estabilizarse pacíficamente, por encima de los intereses y pasiones de grupos y partidos en el plano de responsabilidad nacional y necesaria ecuanimidad que le corresponde. Poco valen, entonces, la ley y los procedimientos constitucionales, porque no bastan para impedir que el gobierno aparezca y además se conduzca, como uno de los frentes de la guerra civil: el frente que ha vencido a los otros por el momento.
El Estado estará de ese modo trágicamente dividido contra sí mismo: por un lado el gobierno con su parte de pueblo y por otro sus “enemigos” con la suya. El movimiento característico de la historia en casi toda Centro América será por eso una continua oscilación entre los dos extremos de la anarquía y la dictadura, que en realidad son los dos polos de la guerra civil.
En más de una ocasión, naturalmente, ante el horror de la anarquía, la dictadura fue considerada por elementos responsables como una bendición. Pero por lo común, se pasaría del más sangriento caos al despotismo más irresponsable, no pocas veces patológico, que obligaba a la gente a lanzarse de nuevo a la anarquía. Lo admirable es que existan todavía repúblicas centroamericanas de habla española. Esto se debe, por supuesto, a los períodos de alivio producidos por reacción natural de los habitantes contra desastres y atrocidades que llegaron hasta poner en peligro inminente la independencia y aún la existencia de los estados centroamericanos. La soberanía, nunca segura de sí misma, precaria siempre y comprometida, con frecuencia humillada, sólo pudo salvarse en 1856 por el milagro de un resurgimiento de la unidad. El sentimiento de ésta, afortunadamente, no moriría del todo en el alma del pueblo. Pero también es cierto que los intervalos de acción reconstructiva y actividad creadora en que se hará sentir la resistencia vital de la población y su tenaz capacidad de desarrollo, serán debidos a los esfuerzos de algunos hombres más o menos representativos y competentes, pero movidos por ambiciones o aspiraciones positivas, que lograrán contrarrestar en algo la acción desintegrante de la guerra civil.
Esta guerra civil es la clave de todo, especialmente en Nicaragua. Si perdemos de vista su desenvolvimiento, no entenderemos la independencia, ni nada de la historia que de ella se deriva.
Mario Gutiérrez
excelente reflexion, me la apropio para ir desapegándome de ese espíritu faccioso, guerrerista, de ver siempre al otro, la alteridad, solamente como enemigo, tener una nueva imagen de mi mismo complementandome con el otro, con lo otro, sentirme parte de un conjunto no un ser aislado, un ente solitario y errante, sino un sujeto completo integro, construyendome en conjunto con la colectividad, aprendiendo a negociar, a platicar sin pasiones, aprender que tengo mi verdad y que se completa con la verdad de otros, aprender a construir una vision de conjunto, como hacemos los arquitectos, y aprender a observar, a poner en perspectiva y perspectivas a vuelo de pájaro, a vuelo de aguila, a vuelo de ángel.