A la entrada del cementerio Guadalupe, en León, está escrita una frase en latín que traducida al español significa: “la muerte a todos nos iguala”. Traigo la frase a colación porque hace algún tiempo, al visitar León Viejo me encontré ante la tumba de Pedrarias Dávila, el primer gobernador y Capitán General de la entonces naciente provincia de Nicaragua.
¿Y quién era Pedrarias Dávila que después de más de quinientos años su nombre sigue repitiéndose en el presente?
Según sus biógrafos, Pedro Arias de Avila y Puñonrostro nació en Segovia, España, en 1440, en el seno de una de las familias más prominentes de la nobleza española. Su paso a la historia se produce de manera más bien casual, cuando había cumplido ya 73 años y se encontraba prácticamente en retiro.
El rey Fernando el Católico, en el ocaso de su vida, y España entera, cayeron en el delirio provocado por los desaforados reportes sobre la supuesta existencia de descomunales riquezas en la tierra firme recién descubierta. Castilla del Oro llamaron a los territorios donde, según se decía, “el oro se pescaba con redes en el lecho de los ríos”. La monarquía entonces se comprometió en la más formidable empresa: 22 embarcaciones fueron preparadas y 1500 hombres fueron embarcados en la más extraordinaria armada que zarpó hacia América en abril de 1514. Al frente el rey designó a una persona de su entera confianza: Pedro Arias de Avila.
A pesar de su edad, Pedrarias sorprendía a sus aliados, subordinados y enemigos por su energía, ambición y falta de escrúpulos. Arrasó poblados y poblaciones indígenas. Tampoco tuvo piedad de sus adversarios españoles. La cabeza de Vasco Núñez de Balboa, el flamante descubridor del océano Pacífico, rodó al término de un largo conflicto y de una intriga urdida por Pedrarias. Francisco Hernández de Córdoba, fundador de León y Granada, y lugarteniente del capitán general, también pagó con su cabeza sus coqueteos con Hernán Cortés, el conquistador de México.
A tal extremo llegaba su vanidad que obtuvo una autorización especial del rey de España para que pudiera vestirse en América de oro, seda y brocado”, prendas que hasta entonces estaba prohibido utilizar en los nuevos dominios imperiales. Oro, seda y brocado en aquellos pantanales, selvas, ríos y tierras inhóspitas.
Pedrarias vivió y sobrevivió en un mundo lleno de intrigas, venganzas, ambición, traiciones y matanzas. Sin embargo, no todo fue color de rosa. Uno de sus peores negocios fue abandonar la sociedad formada con Francisco Pizarro, conquistador del imperio Inca. Su peor negocio fue retirarse de la sociedad con Pizarro a cambio de mil pesos, creyendo que las riquezas estaban hacia el norte. Es graciosa la narración que ofrece Gonzalo Fernández de Oviedo sobre este episodio que dejó a Pedrarias al mando de los territorios de lo que ahora es nuestro país pero sin las riquezas del imperio Inca.
Pedrarias murió el 6 de marzo de 1531, en León, a la edad de 91 años. “Su muerte fue de vejez e pasiones y enfermedades que tenía”, narra uno de sus contemporáneos. Después de tantas fechorías murió de viejo.
Volvamos al presente.
La lápida que guarda los restos de Pedrarias se encuentra junto a un rótulo que dice “ sepultura número 4”. Según la esquela los restos corresponden a “un individuo articulado menor de edad, sexo no determinado” y a un “individuo adulto desarticulado, sexo no determinado”. Los restos de dos personas mezclados en una sola tumba.
La primera reflexión que viene a la mente es que la vida, que tantas desigualdades engendra, tiene sus paradojas: El gran capitán reposa junto a otros mortales. Unos mortales sin nombre.
La muerte a todos nos iguala.
Así son las grandezas y las miserias humanas. No importa cuán encumbrado uno se sienta, o esté, y cuánto empeño ponga en perpetuarse en el poder y acumular riquezas. Al final del camino, no importa sendero por el cual uno transite: todos acabamos en el mismo destino.
Y a qué viene este relato histórico?
Distintos autores suelen aludir a “la sombra de Pedrarias” o al “síndrome de Pedrarias”, cuando se refieren a las dictaduras o dictadores en Nicaragua y aún en Centroamérica. Novelas, biografías, ensayos e interpretaciones históricas se han escrito sobre el fantasma de Pedrarias que, simbólicamente, encarna y reencarna una y otra vez en distintos personajes a lo largo de nuestra accidentada historia.
La pregunta que debemos respondernos es ¿Vamos a seguir condenados como sociedad a incubar y amamantar dictadores? ¿Vamos a permitir que el espíritu de Pedrarias siga reencarnando una y otra vez?
Zelayas, Somozas, Ortegas…
Es tiempo ya, después de más de quinientos años que dejemos descansar en paz el espíritu de Pedrarias y lo enterremos de una vez y para siempre. Construir una nueva historia de concordia, justicia y libertad exige enterrar las ambiciones de poder, el autoritarismo, la crueldad y todos esos vicios que tanto dolor han provocado a las familias nicaragüenses
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