Hemos afirmado que al orteguismo tenemos que pelearle todas las batallas, en todos los campos, todos los días. Uno de esos campos es el de los símbolos.
A simple vista el tema de los símbolos parecería de poca monta. Pero no es así. Aunque parezca exageración, los símbolos desempeñan un papel fundamental en nuestra vida cotidiana, al igual que en los grandes temas de una sociedad. Y por supuesto, también en la política.
Hay algunos ejemplos que pueden ilustrarnos mejor. La bandera nacional, traigamos por caso. Es un símbolo. No es la patria, pero simboliza la patria. Y todos, o casi todos, expresamos respeto y emoción ante este símbolo. A nivel religioso, la cruz es un símbolo sagrado para los cristianos. El mismo Sandino, se nos presenta como un símbolo de soberanía nacional.
Y aún los arbolatas, que tantas polémicas despiertan. También son un símbolo del poder y de la concepción de poder de régimen imperante.
En materia política, la lucha se desarrolla a diversos niveles. A nivel de las ideas. A nivel de la propaganda. Al nivel más crudo que es el nivel de la fuerza. Pero también a nivel de los símbolos.
Hay que reconocer que en este campo el régimen nos va ganando por goleada, a quienes anhelamos construir y vivir en un país donde prevalezca la decencia, la libertad, la dignidad, la justicia y la democracia.
Porque las fuerzas democráticas no hemos puesto suficiente atención, ni le hemos atribuido la suficiente importancia al papel de los símbolos. Es imperativo superar ese déficit. En este sentido, Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, su ideario, su dignidad, su firmeza y su lucha inclaudicable por la libertad y la honradez, debemos llevarlo a la mente y al corazón de los nicaragüenses como símbolo de lucha por la democracia.
Pero también hay fechas que desempeñan el papel de símbolos. Y una de esas fechas debe ser el 25 de febrero. Una fecha que marca uno de los acontecimientos de mayor trascendencia en la historia de Nicaragua.
Trascendente porque esa fecha abrió camino a la paz. Trascendente porque esa fecha abrió camino a un proceso de transición democrática. Trascendente porque el pueblo nicaragüense dio una lección ejemplar de valentía y civismo al utilizar el voto como mecanismo para superar uno de los episodios más trágicos de nuestra historia.
Repasemos un poco y coloquemos ese hecho en perspectiva histórica.
El pacto entre Fernando Agüero y Anastasio Somoza Debayle, en 1972, taponeó el escenario político y allanó la ruta para el afianzamiento de la dictadura dinástica que cerró todo espacio, hasta aislarse primero, y enfrentarse después, al conjunto de la sociedad.
El aferramiento de la dictadura al poder desembocó en la legitimación de la lucha armada, como único camino para alcanzar la libertad. Y llegó la guerra. Y la tragedia.
Se derrocó a la dictadura y comenzó la revolución con la esperanza de una nueva Nicaragua. Sin embargo, se impuso una visión hegemónica, vanguardista y autoritaria que rompió nuestra sociedad, de punta a punta y, otra vez, dos bandos enfrentados; ahora con el agravante de que el escenario de la guerra fratricida se enmarcó en el teatro más amplio de la confrontación global entre las grandes potencias de aquel momento. Estados Unidos y la Unión Soviética. Bando y bando como belicosos peones de la guerra fría. Nueva guerra y nueva tragedia.
Por fin, después de un arduo proceso de negociación, en el marco de los Acuerdos de Esquipulas, con participación decisiva de la comunidad internacional, llegamos al 25 de febrero, fecha en que se impusieron los votos a las balas. Más que una victoria de la UNO o de Violeta Barrios, fue una victoria del país. Aun quienes en aquel momento nos sentimos derrotados, debemos reivindicarla, como una efeméride nacional.
La república, recién nacida, comenzó a balbucear y a dar sus primeros pasos. Pero los fantasmas del pasado reencarnaron. Se fraguó un nuevo pacto, esta vez entre Alemán y Ortega, cuyo propósito central era imponer el bipartidismo, clausurar espacios políticos y repartirse el poder, al margen del resto de la población. En ese juego de dados el caudillo más lerdo quedó a la orilla del camino, mientras el otro se bailó con las apuestas, la mesa y hasta con los dados. Así se pavimentó el camino para el retorno de Ortega al poder.
Lo demás es historia contemporánea: fraudes electorales, ruptura de la precaria institucionalidad republicana y aplastamiento de tres conquistas pagadas con sangre: respeto al voto popular, no reelección presidencial indefinida y carácter nacional de las fuerzas armadas.
En este contexto de afianzamiento de un nuevo régimen dictatorial, la violencia comienza a mostrar su horrible rostro.
Y aquí estamos, otra vez en el punto de partida de un nuevo ciclo fatídico. Es en este contexto que adquiere valor el símbolo del 25 de febrero. Fecha en que se impusieron los votos a las balas. Un símbolo que debemos enarbolar en nuestra lucha por la democracia.
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