La embestida de Ortega encaminada descuadrar el precario marco electoral que apuradamente subsistía ha sembrado el desconcierto en amplios sectores de la población y dejado a flor de labios la pregunta ¿Y ahora, qué hacer?
Con el ánimo de aportar elementos de análisis que puedan contribuir a que cada quien se forme su propia opinión, compartiremos algunas apreciaciones.
Empecemos por el principio. El punto de partida es respondernos la pregunta ¿Cuál es la naturaleza del régimen que enfrentamos?
No es este un tema académico. Es una definición política crucial porque determina los objetivos a seguir, la estrategia a aplicar y las formas de lucha frente al régimen. Si, por ejemplo, partimos de la base de que estamos en una democracia imperfecta, como pregonan algunos, pues el camino es ceñirnos al marco institucional para mejorarlo. Si, por el contrario, pensamos que estamos frente a una dictadura, los objetivos cambian y los frentes de lucha se amplían.
En nuestra opinión enfrentamos una dictadura. Una dictadura sin atenuantes ni adjetivos.
¿Cuáles son nuestros argumentos? Revisemos nuestra historia. Revisemos nuestra realidad. Revisemos un poco de teoría política. Y anotemos las características del régimen orteguista:
Primero, la concentración de poder en una sola persona. En Nicaragua, ni en la alcaldía más remota se atreven a tomar una decisión o iniciativa que pueda contrariar la voluntad de Ortega, menos aún en los llamados Poderes del Estado. No hay ninguna entidad pública que escape al control y a los designios del monarca. Hasta ahora no se conoce un solo funcionario que se haya atrevido a sostener su propia opinión. Una diputada se atrevió a objetar una palabra y al día siguiente fue destituida. Nadie más.
Segundo, la demolición del marco legal. Aquí, la única ley vigente es la voluntad del monarca. Los representantes del orteguismo atropellan las leyes de manera tan flagrante que parecieran disfrutar de un placer morboso al hacerlo. Aunque el objetivo político es sembrar la impotencia en la población al infundir la idea de que están autorizados para hacer lo que se les antoje.
Tercero, la burla a la soberanía popular mediante artimañas y fraudes electorales, tal como ocurrió con las elecciones municipales del 2008, o las elecciones generales del 2011. Igual hizo Somoza García, primero, y después Somoza Debayle. Las dictaduras no se exponen a la voluntad popular. Prefieren circo electoral en lugar de elecciones.
Cuarto, subordinación personal del ejército y de la policía. La reforma constitucional y, posteriormente, las reformas a las leyes de la policía y del ejército, mediante las cuales se asegura la permanencia indefinida de las jefaturas de ambos cuerpos armados, en sujeción a la voluntad del monarca, tienen precisamente ese propósito: forjar lealtades personales en las fuerzas armadas. Si se porta bien, permanece en el cargo, si muestra alguna señal de independencia, hasta allí llegó.
Quinto, apropiación del Estado y del patrimonio público. Esta es una lacra de origen colonial que acompaña a los grupos gobernantes desde que Nicaragua nació a la vida independiente. Cada gobernante que llega al poder, con poquísimas excepciones, se considera dueño del patrimonio nacional y utiliza los poderes del Estado para enriquecerse, junto con su familia y su camarilla de incondicionales. En el caso de Ortega llegó al colmo de hipotecar al país por cien años, mediante la concesión canalera otorgada al especulador financiero Wang Jing.
Sexto, impunidad. Es compañera inseparable de toda dictadura. El control del aparato judicial, de la policía, de la fiscalía y de otros órganos encargados de aplicar la ley, permite al monarca y a la camarilla gobernante pisotear el marco jurídico sin temor a consecuencias legales. En contraste, el control de esos mismos instrumentos de poder les posibilita repartir castigos e intimidar a independientes y opositores. Impunidad por un lado, indefensión por el otro.
Séptimo, exclusión política. Dado que inevitablemente los abusos terminan por cansar a la gente, todo régimen dictatorial pierde el apoyo de la mayoría de la población, si en algún momento lo tuvo. Así, cuando se sienten en minoría, el recurso a mano es cerrar espacios a la oposición coartando sus derechos hasta llegar a la anulación arbitraria del derecho a participar en elecciones. Está exclusión, inevitablemente, se enmascara con pegostes: los “partidos” colaboracionistas del régimen. El somocismo siempre tuvo sus lacayos. Ahora los tiene Ortega.
Octavo, continuismo. Todo dictador, una vez que se encarama se aferra fieramente al poder y se vale de los más diversos medios para asegurar su permanencia. El menú es amplio: pactos, fraudes, reformas constitucionales y, en última instancia, el poder puro y duro.
Noveno, represión y violación a los derechos humanos. La piedra de toque de todo régimen dictatorial es la represión. Hay quienes parecieran requerir como prueba de que enfrentamos un régimen dictatorial, la tendalada de presos, de perseguidos o de muertos. Eso ocurre cuando la resistencia popular adopta formas o magnitudes que amenazan la continuidad del régimen. Pero el orteguismo no ha tenido empacho en reprimir cuando lo ha necesitado. Basta recordar el estado de sitio que de hecho se impuso en la Mina el Limón, las garroteadas a viejitos, diputados y ciudadanos. Los muertos por balazos policiales durante protestas en Bonanza o Chichigalpa. O la eliminación física selectiva con bombazos a control remoto o ejecuciones en zonas rurales, para citar solo algunos ejemplos. Porque también están las amenazas intimidatorias sobre empresarios y productores con tomas de tierras, el INSS, la DGI, la DGA y otras entidades públicas.
¿Alguien puede negar las características anteriores? Entonces, la conclusión no admite ambigüedades: enfrentamos una dictadura. Así de sencillo.
Saludos, Juan. Espero que estés bien. Saludos,