Cuando Daniel Ortega “ganó” las elecciones en noviembre del 2006, gracias al famoso 35% y al 8% de votos que nunca apareció, conocí a algunos políticos que se consolaron con la reflexión de que al fin y al cabo sólo se trataba de capear la borrasca por cinco años, porque la barrera de la “no reelección” marcaba el límite para el “nunca más”. Incluso alentaban la expectativa de que esta circunstancia abriría espacio para debatir la sucesión en el Frente Sandinista. Cuando Ortega anunció su interés en reelegirse, durante la única comparecencia que ha hecho a la Asamblea Nacional, estas personas se inquietaron pero mantuvieron su confianza en la fortaleza del valladar constitucional.
Cuando Ortega se apropió de la cooperación petrolera venezolana, como base para estructurar un poderoso grupo económico, y torció después el brazo a la transnacional ESSO sin provocar siquiera un suspiro imperial, se reconoció sotto voce su capacidad para ejercer poder y para ampliar los alcances del mismo. El pacto con la oligarquía tradicional “carta blanca política a cambio de carta blanca para enriquecerse a lo descosido”, reforzó esa opinión. Pero siempre se consideró que el marco constitucional era el límite.
Cuando Ortega mandó a garrotear gente, manipuló símbolos religiosos y orquestó, en contubernio con Alemán y en complicidad abierta de Roberto Rivas y compañía, el fraude electoral en las elecciones municipales del 2008, muchos pensaron que ese despojo era el límite en su afán de concentrar poder. Ese criterio se afianzó con la reacción de una parte de la comunidad internacional, en particular la Unión Europea, que canceló montos significativos de apoyo presupuestario, y Estados Unidos, que canceló la participación de Nicaragua en la Cuenta Reto del Milenio.
Pero Ortega encontró oxígeno en los generosos fondos del Banco Interamericano de Desarrollo, del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, lo cuales, junto al uso y abuso de la cooperación venezolana le permitieron sacarle la lengua a la comunidad internacional y seguir campante.
Cuando Ortega ordenó a sus secuaces del poder judicial la adopción de un “fallo” que anulara la Constitución y le posibilitara la reelección continua, muchos pensaron que había roto el límite pero que ya no podía ir demasiado lejos. Sin embargo, Ortega sin titubear premió a sus secuaces con la permanencia al frente de los poderes públicos.
Sin duda, el desconcierto y la incapacidad de la comunidad internacional frente al golpe de estado en Honduras, permitieron a Ortega tomar la medida al escenario y el pulso a los actores políticos externos. Y siguió.
Cuando Ortega ejecutó el fraude electoral del 2011 y con urnas milagrosas se recetó más de 60 diputados, resultaba claro que Ortega no se detenía ante nada. Pero a esas alturas el temor en unos; la complacencia y complicidad en otros; la impotencia y pasividad en el resto de actores políticos, sociales y económicos internos, habían carcomido cualquier límite. Algunos cooperantes internacionales removieron los escombros al reanudar de manera vergonzante los flujos de cooperación.
Cuando Ortega suscribió el acuerdo del canal con Huang Jing, definitivamente “la sacó del estadio”. Nuevamente se pensó que se había desbordado, pero que su falta de escrúpulos no llegaría al extremo de modificar la Constitución para dar rango constitucional a un acuerdo más vende patria que el mismísimo tratado “Chamorro-Bryan”. Pero Ortega reformó la Constitución, se recetó la reelección indefinida y, acto seguido, impuso a los mismos personajes al frente de los poderes públicos.
Pero faltaba más. Ningún poder se siente seguro si no garantiza la sumisión o la privatización de las fuerzas represivas, más aún si las perspectivas son de deterioro económico y social. Ortega entonces impuso nuevas leyes para el ejército y para la policía.
Así completó un modelo de somocismo revisado, corregido y aumentado, al mejor estilo de otros desgraciados episodios ya vividos en la historia del país.
La conclusión del relato lo enseña la historia: frente a las concepciones totalitarias del poder los límites institucionales son papel mojado. El único límite efectivo es la resistencia ciudadana activa. Y no es necesario que esa resistencia sea armada.
Mientras esa resistencia no se produzca, no hay límite. Tan sencillo como la palabra Juan.
Excelente síntesis analítica/informativa. Gracias