Sin duda, el 25 de febrero de 1990 marcó uno de los hitos mayores en la historia de Nicaragua. Nada más y nada menos que, por primera vez en nuestra existencia como país, se abrió paso al proceso de construcción de un régimen democrático republicano.
Por esta razón, más allá de las emotividades de adhesión o de malestar que la fecha provoca, principalmente por querencias o por mal querencias políticas, debemos situar y valorar el hecho en perspectiva histórica. Así, más que una efeméride, la fecha y su significación deberían posibilitar una reflexión de fondo que nos permita visualizar nuestro presente y nuestro futuro, a la luz de las enseñanzas del pasado inmediato. Y actuar en consecuencia.
Hasta 1990 la historia de Nicaragua se caracterizó por ciclos recurrentes de dictadura, guerra y paz. Paz precaria porque sólo servía de preámbulo para el reinicio del ciclo. Y así la hemos pasado por estos dos siglos de vida independiente. Como pueblo pareciéramos llevar una marca de nacimiento: Abrimos los ojos, en 1821, en medio de la anarquía y de la confrontación violenta.
El derrocamiento de la dictadura de Somoza y el curso histórico a que dio lugar ilustra con nitidez la persistencia de estos ciclos.
Hagamos un breve repaso de la historia
Un pacto de caudillos (Agüero y Somoza) congeló el escenario político y allanó la ruta para el afianzamiento de la dictadura dinástica que cerró todo espacio hasta enfrentarse al conjunto de la sociedad. El aferramiento de la dictadura al poder desembocó en la legitimación de la lucha armada como único camino para alcanzar la libertad. Y llegó la guerra. Y la tragedia.
Se derrocó la dictadura somocista e Inició la revolución con la esperanza de una nueva Nicaragua, con libertad, justicia y paz.
Sin embargo, se impuso una visión hegemónica, vanguardista y autoritaria que partió nuestra sociedad, otra vez, en dos bandos enfrentados; ahora con el agravante de que el escenario de la guerra fratricida se enmarcó en el teatro más amplio de la confrontación global entre las grandes potencias de aquel momento. Bando y bando como belicosos peones de la guerra fría. Nueva guerra y nueva tragedia. Decenas de miles de muertos, en su inmensa mayoría jóvenes.
Por fin, después de una cuesta de negociación, plagada de espinas, llegamos al 25 de febrero. El pueblo nicaragüense ofreció una demostración de valor y alzándose por encima del miedo y del entorno represivo, pacíficamente colmó los centros de votación y las urnas, expresando su voluntad soberana de abrir una nueva senda en la historia del país. Se impusieron los votos a las balas.
Pero ni la democracia ni la paz fueron inmediatas. Y la república apenas comenzó a dar sus primeros pasos.
En realidad, hace treinta y dos años se inauguró un complejo proceso de transición democrática cuyos signos más resaltantes fueron cuatro elecciones y cuatro sucesiones presidenciales ordenadas. Y un camino de pacificación que antes de consolidarse enfrentó alzamientos, y realzamientos, de recompas, recontras y revueltos.
Y trabajosamente marcharon de la mano, por algunos años, la democracia y la paz. Pudimos respirar aires de libertad, derechos y seguridad ciudadana.
La reencarnación de los viejos fantasmas del pasado
Pero los siniestros fantasmas del pasado reencarnaron de nuevo. Caudillismo, exclusión, impunidad y Estado botín. Se fraguó el pacto entre alemán y Ortega cuyo propósito central fue imponer el bipartidismo, clausurar espacios políticos y repartirse el poder entre ambos caudillos, al margen del resto de la población y de sus organizaciones.
La repartición de poder e impunidad dejó al caudillo más lerdo, aplastado a la orilla del camino mientras el otro se bailó con las apuestas, la mesa y hasta con los dados. Así se pavimentó el camino para el retorno de Ortega al poder. Y para la imposición de una nueva dictadura. Más perversa y cruel.
Lo demás es historia contemporánea: fraudes electorales debidamente documentados, ruptura de la precaria institucionalidad republicana y aplastamiento de tres conquistas que el pueblo había pagado con sangre: respeto al voto popular, no reelección presidencial indefinida y carácter nacional de las fuerzas armadas.
Las farsas electorales, el desmantelamiento de la institucionalidad democrática, la concentración del poder, el estado como botín, las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, la represión generalizada, la corrupción institucionalizada y la imposición de un modelo económico de rapiña, perfilan el terreno donde el dictador está plantando semillas de dinastía.
¿Qué enseñanzas nos dejan estas referencias históricas?
Primero, que el miedo puede contener por un tiempo a un pueblo. Al final las barreras terminan por romperse. El pueblo nicaragüense reventó las barreras del miedo en 1979, por vía armada. Reventó las barreras del miedo en 1990 por la vía del voto. Y reventó las barreras del miedo en abril del 2018 con movilizaciones masivas. Sin duda, volverá a demoler las barreras de la dictadura.
Segundo, no basta derrotar a una dictadura sea por vía pacífica o sea por vía violenta. No basta derrotar la dictadura de Ortega. La única seguridad de que no reencarnen los funestos fantasmas del pasado es aplastarlos dentro de nuestras propias cabezas. El caudillismo, el oportunismo, el autoritarismo, el sectarismo, la confrontación, anidan en nuestras propias cabezas. Solo extirpando esos quistes malignos podremos construir un nuevo país.
Un país para todos. Con paz, libertad, prosperidad y justicia.
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