A cierta edad hay cosas que comienzan a fallarle a uno y, cuando fallan, siempre hacen pasar un mal rato. Ayer, aquí en San José, tenía que hacer un trámite. Presenté mi solicitud y la muchacha me dijo que debía esperar una hora para recibir la respuesta. Tanto tiempo de espera sería muy aburrido, así que resolví buscar una cafetería para distraerme con un capuchino. Como de costumbre, estaba lloviendo. Me mojé pero llegué al local. Para mi decepción estaba cerrado. Emprendí el camino de regreso. Como la lluvia era tanta resolví aguardar debajo del alero de un edificio. En eso escuché a una mujer que a grito partido decía «cajeta de leche…cajeta de leche». A falta de café, me dije, buena será una cajeta de leche. Y me aventuré a cruzar la calle. A pesar de la lluvia pude ver la silueta de una mujer gordita, morena. El acento de su pregón me confirmó que era de algún país del Caribe. A medida que me acercaba, pensaba si una cajeta de leche valía el riesgo de una buena gripe, pero ya era tarde para retroceder. El anuncio de la mujer era más estridente: ¡cajeta de leche…cajeta de leche! mientras agitaba el brazo exhibiendo su producto. Cuando estaba a unos metros, junto al ramalazo de lluvia contra mi cara llegó otro ramalazo a mis oídos: escuché con nitidez el grito de la mujer: «caretaconlentes….caretaconlentes…».
No eran cajetas. Eran caretas, de las que ahora se usan a causa de la pandemia.
A cierta edad, amigas y amigos, todo va resultando más difícil porque todo comienza a fallar. Menos mal que esta vez fueron mis oídos. Hay fallos peores.
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