Hace dos años, en el 2017, para estos días, se estaba denunciando lo que se conoció como la masacre de La Cruz de Río Grande. Oficiales del ejército dieron a conocer que, en una operación militar, el 12 de noviembre de ese año, dieron muerte a seis nicaragüenses. El ejército solamente proporcionó el nombre de uno de los fallecidos. Rafael Dávila Pérez, alias comandante Colocho. Todos fueron enterrados en una fosa común. Según los voceros castrenses, se trataba de una banda delincuencial que asolaba la región desde hacía varios meses.
El militar que ofreció la información, manifestó: “Estos elementos delincuenciales su modo de operar es ese, la marihuana, la comercialización y cultivo de marihuana, más los robos, extorsiones y violaciones”. Y agregó: “nosotros tenemos varios casos, varias denuncias que por cuestiones de seguridad no podemos dar nombre, pero hay denuncias, tanto en la Policía como en el Ejército, de los robos y de las violaciones que estos hacían”. Y finiquitó: “Esos eran todos, no hay gente que haya sobrevivido”.
En otras palabras, los aniquilaron a todos.
Vamos por punto. Admitamos que existían denuncias de delitos comunes. Si así fuera ¿Qué tiene que ver el ejército con los delitos comunes?
Si hablan de delitos comunes, la investigación corresponde a la policía y a la Fiscalía. Sin embargo, ninguna autoridad dio a conocer nunca esas denuncias, ni ante cual dependencia específica se interpusieron.
Sigamos. Según el militar, tenían alrededor de 9 días de andar tras la pista de los supuestos delincuentes. También se sabe que los emboscaron a la orilla de un río, en horas de la madrugada.
¿El ejército se proponía capturarlos? Si se proponía capturarlos ¿cómo es que los mató a todos? ¿Les pidieron que se rindieran? ¿O los supuestos delincuentes se negaron a rendirse y combatieron a muerte hasta ser completamente aniquilados?
Nunca se presentaron los plantíos de marihuana que supuestamente traficaba este grupo de nicaragüenses que fue aniquilado.
Sigamos utilizando el sentido común. Asumamos que el grupo estaba formado por delincuentes. ¿De dónde sacó el ejército la facultad para acusarlos, condenarlos y después aplicarles la pena de muerte, sin juicio ni procedimiento?
Pero no solo eso. Los seis asesinados fueron enterrados en una fosa común. Sin que siquiera se procediera a su identificación.
El ejército los acusó, los procesó, los condenó a muerte, ejecutó la sentencia mortal, y pretendió borrar toda huella de la existencia de estos nicaragüenses. Hasta los nombres. Los enterraron en una fosa común, sin identificación. Como que si fueran monos. Estamos hablando que esto aconteció seis meses antes de la crisis de abril.
Ahora pasemos a otra cara de la historia. Resulta que dos de los fallecidos eran menores de edad. Comenzaron a circular por las redes sociales las fotografías de los cuerpos de los menores acribillados. Las redes cumplieron el papel de denuncia. De otro modo, el crimen hubiera quedado cobijado por el silencio, porque la pretensión era dejar enterrados, en una fosa común, a las víctimas y a toda huella del crimen que se perpetró en su contra.
Y apareció la madre: Elea Valle Aguirre. El ejército llamó delincuentes, narcotraficantes, marihuaneros y violadores a un niño de doce años, Francisco Pérez Valle, y a la adolescente Yojeisel Elizabeth Pérez Valle, de 16 años. Los rostros infantiles circularon con profusión en las redes y en los medios de comunicación. Rostros campesinos. Rostros humildes. Rostros de pobres. A Elea Valle le mataron al marido y a dos hijos. Quedó con tres chiquitos que mantener y con el acoso del ejército, según ella misma denunció.
¿Cómo están doña Elea y sus hijos sobrevivientes?
Aunque hayan transcurrido dos años, debemos repetirlo con todas sus letras y en altas y claras voces: Lo que perpetró el ejército fue una masacre. Asesinaron con premeditación, alevosía, ventaja y con pretensiones de impunidad a seis nicaragüenses que, delincuentes, o no, tenían derecho a un juicio, a que se presumiera su inocencia mientras no se demostrara lo contrario, y por encima de todo, tenían derecho a su vida. Y si se trataba de alzados en armas por motivos políticos, pues con igual razón.
Es importante rememorar estos hechos por varios motivos.
Primero, porque la memoria es clave para evitar que la impunidad se imponga. Mientras recordemos, los culpables de delitos y masacres no pueden considerarse a salvo.
Segundo, para seguir exigiendo justicia. La sangre de esos menores todavía clama justicia. Los responsables de estos asesinatos deberán rendir cuentas, en el día que sea, cuando recuperemos la libertad y la democracia.
El tercer motivo es para aprender bien la lección y que nunca más vuelva a entronizarse en nuestro país un régimen criminal. Porque también clama justicia la sangre derramada por las decenas de campesinos ejecutados en las montañas, desde años atrás. Masacres que se estrellaron con la indiferencia de muchos y que abrieron puerta a otras masacres.
Clamor de justicia que se agrega ahora al clamor de justicia por los centenares de nicaragüenses masacrados por el régimen genocida, a partir del mes de abril.
Justicia que llegará, más tarde o más temprano.
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