En la mayoría de los países de América Latina, la defenestración de presidentes que no terminan su mandato principalmente a causa de golpes de estado, son episodios que se repiten a lo largo y ancho de nuestra historia independiente. La historia de Guatemala lleva la misma marca: Castillo Armas, Ydígoras Fuentes, Flores Avendaño, Peralta Azurdia, Arana Osorio, Ríos Montt, Mejía Víctores, Lucas García, forman parte de una larga lista de gobernantes militares, depuestos unos, impuestos todos.
Los escándalos de corrupción igual. Recordemos que en los noventa, Jorge Serrano Elías, después de ser electo presidente por la vía de las urnas, se recetó un autogolpe en un contexto de creciente malestar ciudadano, muertes violentas, suspensión de garantías constitucionales, despliegue de tropas militares y acusaciones de corrupción. El autogolpe, llamado por los guatemaltecos ¨el Serranazo¨, fracasó, y después de varias peripecias institucionales pudo restaurarse el sendero de la democracia. Más recientemente, ya en los años dos mil, otro presidente, Alfonso Portillo, fue a dar con sus huesos a la cárcel por el delito de peculado.
No hay novedad pues en esa historia de destituciones y de corrupción.
¿No hay novedad entonces en el reciente episodio de la renuncia a la presidencia de Otto Pérez Molina y su posterior encarcelamiento?
Por supuesto que sí hay novedades. Novedades frondosas. Y también aprendizajes.
Importa examinar esas novedades porque el crepitar de esa hoguera está en nuestro vecindario.
La ciudadanía en Guatemala estaba adormecida. Pero no dormida. Las movilizaciones no menudeaban, pero el malestar estaba a flor de piel. Y en cosa de cuatro meses la gente salió a la calle y no dejó de expresarse hasta lograr la renuncia, primero de la vicepresidenta, y del presidente después. Y esto hay que decirlo. El papel decisivo lo desempeñaron los sectores medios y urbanos.
Es una chispa la que incendia la pradera. Pero no se produjo violencia, ni represión, ni derramamiento de sangre. Un logro extraordinario si consideramos que se produjo en una sociedad signada por la violencia.
¿Y cuál fue el detonante? No fue el desempleo. Que lo hay. No fue la pobreza. Que la hay, y muy extendida. No fueron las desigualdades. Que las hay, y muy agudas… Fue la corrupción. A muy pocos se les podía ocurrir que en una sociedad como la de Guatemala, la bandera de la corrupción tuviera semejante capacidad de convocatoria. Y de poder. La corrupción fue un detonante más poderoso que la pobreza.
¿Y las fuerzas armadas? El ejército de Guatemala ha sido el gran actor a lo largo de la mayor parte de la historia del país. Y la represión violenta su principal forma de actuación. Esta vez, las fuerzas armadas se limitaron a respaldar la institucionalidad y respetar los derechos ciudadanos. Los militares congelaron sus dedos en los disparadores, tanques y cuarteles.
¿Y las leyes? ¿Y las instituciones?
Probablemente esa sea la mayor novedad y la mayor lección. El marco legal se impuso como el fundamento donde se posicionaron los actores claves de este episodio. El marco legal y las instituciones democráticas, principalmente la Fiscal General, el poder judicial y, de último, la Asamblea Nacional. Por supuesto, sin la intervención de esa figura institucional sui generis conocida como CICIG (Comjisión Internacional de lucha contra la impunidad en Guateamala) tal vez no sería concebible el curso del proceso.
Finalmente, hasta la actitud del mismo Otto Pérez Molina merece al menos una mención pues no ha cesado de esgrimir una y otra vez su respeto a la legalidad y a las instituciones, apelando al debido proceso y a la justicia.
Con la renuncia, enjuiciamiento y encarcelamiento de un presidente constitucionalmente electo se cierra un episodio en la historia de este hermano país, sin sangre pero con puños en alto.
No se puede abusar de la paciencia de los pueblos y confundir su pasividad y paciencia con la insensibilidad y la resignación. Más temprano o más tarde los volcanes terminan haciendo erupción.
Pero la historia sigue. Las elecciones presidenciales se realizaron contra viento y marea. A pesar de los pronósticos desfavorables y algunos incidentes aislados los guatemaltecos fueron a votar masivamente y en orden. Ningún candidato logró alcanzar el 50% de votos necesarios para ser electo en primera vuelta. Y todavía está por proclamarse quién alcanzó el segundo lugar pues la disputa, voto a voto, es enconada. Sin embargo, el sistema electoral y el derecho al sufragio también emergen reforzados.
Esperemos que la sensatez prevalezca y que puedan edificar un consenso nacional para finalmente terminar de construir un país que después de 200 años de independencia sigue fragmentado en estancos políticos, económicos, étnicos, culturales y sociales.
Para bien de Centroamérica, confiemos en que todo se desarrolle normalmente y que la crisis sea un parto de promesas. Porque es previsible que cualquiera de los candidatos que resulte electo en la segunda vuelta tendrá que gobernar con una ciudadanía activa y alerta. Con un marco legal fortalecido. Y una institucionalidad también robustecida. Al fin y al cabo, si hablamos de democracia, es esa la mejor forma de gobernar y promover desarrollo con justicia social: Respeto a la ley. Instituciones fuertes. Y una ciudadanía activa y vigilante.
Ya nos tocará a nosotros. Seguro que ya llegaremos a ese punto.