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La muerte a todos nos iguala

A la entrada del cementerio Guadalupe, en León, está escrita la siguiente frase: Omnia mors aequat, cuya traducción del latín es “la muerte a todos nos iguala”. Viene la frase al punto porque al visitar León Viejo me encontré ante la tumba de Pedrarias Dávila, el primer gobernador y capitán general de la entonces naciente provincia de Nicaragua.

 Fray Bartolomé de las Casas al referirse a Pedrarias, escribe “Porque no fue sino una llama de fuego que muchas provincias abrasó y consumió por cuya causa le llamábamos furor domine”(la ira de Dios).

 En España era conocido como “el gran justador”, por sus triunfos en los torneos de caballería. También le decían “el galán”, por su apuesta figura. “Infunde respeto y admiración la regia presencia de Pedrarias, de rostro solemne y altivo, con capa bordada en oro y plata sobre sus hombros, la espada de fino acero toledano, en la funda”. A tal extremo llegaba la fatuidad del capitán general que obtuvo una Real cédula autorizándole a él y a su esposa a “vestirse de oro, seda y brocado”, prendas que hasta entonces estaba prohibido utilizar en los nuevos dominios imperiales. Oro, seda y brocado en aquellos pantanales, selvas, ríos y tierras inhóspitas.

 La lápida que guarda los restos de Pedrarias se encuentra junto a “la sepultura número 4”, donde también descansan los restos de “un individuo articulado menor de edad, sexo no determinado” y un “individuo adulto desarticulado, sexo no determinado”. La vida, que tanto desiguala, y la historia, tienen sus paradojas: El gran capitán reposa junto a otros mortales. Mortales sin nombre. La muerte a todos nos iguala.

La circunstancia lleva a reflexionar sobre las grandezas y las miserias humanas. No importa cuán encumbrado uno se sienta, o esté, y cuánto empeño ponga en ello. No importa por cual sendero uno transite, todos acaban en el mismo sitio.

Según sus biógrafos, Pedro Arias de Avila y Puñonrostro nació en Segovia, en 1440, en el seno de una de las familias más prominentes de la nobleza española. Su paso a la historia se produce de manera más bien casual, cuando había cumplido ya 73 años y se encontraba prácticamente en retiro.

El rey Fernando el Católico, en el ocaso de su vida, y España entera, cayeron en el delirio provocado por los desaforados reportes sobre las descomunales riquezas de la tierra firme recién descubierta. Castilla del Oro llamaron a los territorios donde “el oro se pescaba con redes en el lecho de los ríos”. La monarquía entonces se comprometió en la más formidable empresa. 22 embarcaciones fueron preparadas y 1500 hombres fueron embarcados en la más extraordinaria armada que zarpó hacia América en abril de 1514. Al frente el rey designó a una persona de su entera confianza: Pedro Arias de Avila.

A pesar de su edad Pedrarias sorprendía a sus aliados, subordinados y enemigos por su energía, ambición y falta de escrúpulos. Arrasó poblados y poblaciones indígenas. Tampoco tuvo piedad de sus adversarios españoles. La cabeza de Vasco Núñez de Balboa, flamante descubridor del océano Pacífico, rodó al término de un largo conflicto y de una intriga urdida por Pedrarias. Francisco Hernández de Córdoba, fundador de León y Granada, y lugarteniente del capitán general, también pagó con su cabeza sus coqueteos con Hernán Cortés, el conquistador de México.

Pedrarias vivió y sobrevivió en un mundo lleno de intrigas, venganzas, ambición, traiciones y matanzas. Sin embargo, no todo fue color de rosa. Uno de sus peores negocios fue abandonar la sociedad formada con Francisco Pizarro, conquistador del imperio Inca, Diego de Almagro y Hernando de Luque. Creyendo que las riquezas estaban al norte, dejó al garete a Pizarro y negoció con Almagro retirarse de la sociedad a cambio de mil pesos. Con ello se perdió la gloria y las riquezas del Perú. Es una delicia la narración que ofrece Gonzalo Fernández de Oviedo sobre la negociación de Pedrarias con Almagro.

Pedrarias murió el 6 de marzo de 1531, en León, a la edad de 91 años. “Su muerte fue de vejez e pasiones y enfermedades que tenía”, narra uno de sus contemporáneos. Después de tantas fechorías murió de viejo.

Distintos autores suelen aludir a “la sombra de Pedrarias” o al “síndrome de Pedrarias”, cuando se refieren a las dictaduras o dictadores en Nicaragua y aún en Centroamérica. Novelas, biografías, ensayos e interpretaciones históricas se han escrito sobre el fantasma de Pedrarias que encarna y reencarna una y otra vez a lo largo de nuestra accidentada historia. ¿Debemos aceptar que nuestra matriz histórica y social es la que incuba dictadores o dictaduras con el aparentemente inextinguible aliento de Pedrarias?  O, más bien ¿Es tiempo ya que una generación de nicaragüenses  derrote los fatalismos y atavismos, deje al espíritu de Pedrarias de una vez y para siempre descansar en paz y afronte la responsabilidad de construir una nueva historia?

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