Hemos manifestado en otras ocasiones que consideramos nuestra obligación dar a conocer, cada vez que podamos, la obra de Rubén Darío. No nos cansamos de repetirlo: Rubén además de su genialidad como poeta, también extendió su genio a otros campos de la literatura, del periodismo y del pensamiento. Y es el pilar mayor de nuestra identidad cultural.
Pero junto con su obra también debemos conocer a Rubén, el hombre, con sus defectos y sus virtudes, con sus dramas y sus esplendores. Hoy 6 de febrero, fecha en que conmemoramos un aniversario más de su fallecimiento, quisiéramos recordar cuatro aspectos sobre Rubén: Su nombre, su madre, su retorno a Nicaragua y Francisca Sánchez.
Comencemos por el nombre. Si en la escuela nos enseñaron que su nombre de pila era Félix Rubén García Sarmiento, cómo es que todos le conocemos como Rubén Darío.
¿Cómo llegó a usarse en mi familia el apellido Darío? Se pregunta y en su autobiografía él mismo se responde: según lo que algunos ancianos de aquella ciudad de mi infancia me han referido (se refiere a León), un mi tatarabuelo tenía por nombre Darío. En la pequeña población conocíale todo el mundo por Don Darío. A sus hijos e hijas por consiguiente se les conocía como los Daríos o las Daríos. Fue así desapareciendo el primer apellido, a punto que mi bisabuela paterna firmaba ya Rita Darío. Y ello convertido en patronímico llegó a adquirir valor legal pues mi padre, que era comerciante, realizó todos sus negocios ya con el nombre de Manuel Darío. Hasta allí el relato.
Así tuvimos pues a nuestro Rubén Darío, en lugar de Rubén García.
Pasemos a otra anécdota: La madre de Darío
Como sabemos, Darío creció sin su padre y sin su madre. Es previsible que esas carencias le hayan acompañado a lo largo de su dramática existencia. Vamos a ver qué nos dice: “…debo haber sido a la sazón muy niño pues se me cargaba a horcajadas en los cuadriles como se usa por aquellas tierras…una señora delgada de vivos y brillantes ojos negros, blanca, de tupidos cabellos oscuros, alerta, risueña, bella. Esa era mi madre…”. Ese es el recuerdo de su niñez, el reencuentro con su madre lo narra de la siguiente manera…
…Un día una vecina me llamó a su casa. Estaba allí una señora vestida de negro, que me abrazó y me besó llorando, sin decirme una sola palabra. La vecina me dijo: «Esta es tu verdadera madre, se llama Rosa, y ha venido a verte, desde muy lejos». No comprendí de pronto, como tampoco me di exacta cuenta de las mil palabras de ternura y consejos que me prodigara en la despedida, que oía de aquella dama para mí extraña. Me dejó unos dulces, unos regalitos. Fue para mí rara visión. Desapareció de nuevo. No debía volver a verla hasta más de veinte años después…
Retorno a Nicaragua: Profeta en su tierra
La tercera anécdota es la narración de uno de sus retornos a Nicaragua: “Hacía cerca de diez y ocho años que yo no había ido a mi país natal. Como para hacerme olvidar antiguas ignorancias e indiferencias, fui recibido como ningún profeta lo ha sido en su tierra…El entusiasmo popular fue muy grande. Estuve como huésped de honor del Gobierno durante toda mi permanencia…”
Francisca: La mujer que acompañó a Rubén Darío la mayor parte de su vida
Una última referencia dedicaremos a Francisca Sánchez, la mujer que lo acompañó por 16 años. Sin Francisca, es indudable que Darío siempre habría sido un creador genial. Pero, también, sin duda, su vida y sus creaciones serían otras. Y sería otro Rubén.
Francisca era la hija del jardinero del rey. En una ocasión, Rubén paseaba por los jardines de la Casa de Campo de los reyes de España, en compañía del literato español, Ramón Valle Inclán, cuando vio a Francisca quedó impactado desde el principio por la belleza de la joven campesina. Se acercó y le pidió una rosa. A partir de ese día inició frecuentes visitas a los jardines reales cortejando a Francisca hasta que, un mes después, como decimos en buen nicaragüense, se la lleva a vivir con él. Sin embargo, Francisca le obligó a ir a pedir su mano, a su pueblo.
Y allá viajo Rubén, a un lejano poblado, montando un burro, porque no había otro medio para llegar.
El amor de Francisca lo acompañó por 17 años. Ella dio reposo al alma angustiada del hombre, alimentó su cuerpo en medio de las penurias materiales que padecieron, le acompañó en amargas y terribles horas, y absorbió y apaciguó las tormentas de su espíritu.
Opino que mientras no conozcamos a Darío y nos reconozcamos en su obra, no terminaremos de ser nicaragüenses. Y mientras no terminemos de ser nicaragüenses, no tendremos país. Y esto no es simple retórica.
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