La democracia es, ante todo, una forma de convivir en sociedad. La democracia encierra realidades como el ejercicio pleno de derechos y libertades, el respeto a la ley por gobernantes y gobernados, la rendición de cuentas por parte de los funcionarios públicos, el derecho efectivo a elegir y ser electo, la participación ciudadana en los asuntos públicos, para citar algunas.
Pero la democracia también tiene como telón de fondo el sustento de una cultura democrática. Entraña valores y comportamientos individuales y colectivos.
Los nicaragüenses estamos a punto de cumplir dos siglos de vida independiente. En estos doscientos años apuradamente hemos vivido unos cuantos de balbuceos democráticos. En tales condiciones, es muy difícil que se haya afianzado en nosotros una cultura democrática, con independencia de la edad, género, escolaridad o condición económica o social. Debemos, en consecuencia, esmerarnos en cultivarla día a día, de espacio en espacio.
Hacemos este preámbulo porque vamos a incursionar en el espinoso terreno de evaluar el desempeño de la Alianza Cívica. ¿Por qué hacerlo? Porque es imperativo extraer enseñanzas que nos ayuden a desbrozar el camino y avanzar.
A lo largo de estos borrascosos meses, es la organización que estuvo al frente de las negociaciones con el régimen, teniendo sobre la mesa nada menos que el presente y el futuro del país entero: vidas, integridad física, libertades y derechos, patrimonios, subsistencia de familias y de empresas…
Es natural entonces que los ciudadanos hagamos balance sobre su desempeño, no por afanes inquisidores, sino porque la construcción democrática es también un proceso de aprendizaje que incluye educarnos en reconocer méritos y señalar debilidades.
No todo es oscuro ni todo luminoso. Hay luces y hay sombras.
¿Qué reconocemos en la Alianza Cívica?
Primero, su unidad en la diversidad. Algo inusual en nuestro país. Cierto es que había, y hay, una preponderancia del sector empresarial. Pero demostraron que se puede ir más allá del antagonismo izquierda y derecha, y del sandinismo-antisandismo. Es obvio que ni el doctor Carlos Tunnermann, ni Azahálea Solís, ni Sandra Ramos, para citar algunos nombres, ni José Adán Aguerri o Michael Healy, para citar otros, pueden ser señalados de haber arriado sus banderas ideológicas. Y pudieron trabajar juntos. Ustedes me disculpan, pero en nuestro ambiente preñado de polarizaciones maniqueas, este no es un dato menor.
Es obvio que no estaban representados todos los sectores, pero eso, seamos claros, no hay manera de alcanzarlo.
En segundo lugar, hay que reconocer la cohesión que exhibieron. Transitaron un camino escabroso, con encrucijadas a cada paso e intereses diversos. Y a pesar de las discrepancias o contradicciones, que seguramente las tuvieron, es evidente que las pudieron resolver pues siempre aparecieron juntos, sosteniendo posiciones compartidas. No se supo de fracturas. Fueron consistente con la agenda que presentaron. Y eso en nuestra sociedad es un merecimiento. Más aún cuando no tenían un caudillo que obedecer o compromisos partidarios que acatar. Por supuesto, no vamos a hacernos aquí los inocentes ante los intereses que expresaban los representantes del sector empresarial.
Subrayaremos un tercer rasgo. En la historia de Nicaragua toda negociación política ha desembocado en pactos oprobiosos, imponiéndose intereses personales, o de grupo, por encima de los intereses nacionales. La Alianza Cívica, por la razón que fuere, no pactó con Ortega. Tanto es así que la negociación se canceló. A pesar de los halagos e intimidaciones, que sin duda los hubo, el pactismo no logró imponerse. Muchos podrían argumentar que es lo menos que podía esperarse. Pero es justo apreciar que, en esta materia, hicieron excepción y no cayeron en las taras históricas.
Finalmente, la Alianza Cívica no puede ser inculpada como responsable por el fracaso de las negociaciones. Ortega se sentó a la mesa cuando percibió que los días de Maduro estaban contados. Maduro no cayó, por ahora, Ortega se envalentonó, apretó la soga y pateó la mesa.
Pasemos ahora a las sombras.
Lo primero es la forma nada transparente en que se designaron los negociadores. Nadie ha dado una explicación razonable sobre la presencia predominante de representantes del sector empresarial. Y eso, en un proceso tan trascendental, fue, y es, un déficit democrático de origen. Para el futuro, habrá que corregirlo.
En segundo lugar, leyeron mal las señales y no supieron interpretar adecuadamente los momentos políticos y las correlaciones de fuerza, ni distinguir los medios de los fines. Se sentaron con Ortega como si estaban con un gobernante, tratando asuntos de Estado, cuando enfrente tenemos una mafia desalmada, responsable de delitos de lesa humanidad y determinada a aferrarse al poder a cualquier costo.
En tercer lugar, mostraron pobre visión estratégica y espíritu combativo. Mientras Ortega batallaba en todos los flancos, la Alianza se limitaba a la mesa de negociación. Incluso, uno de los negociadores declaró candorosamente -para utilizar una calificación amable- que contuvieron movilizaciones populares porque estaban negociando temas sensibles. Además, se evidenció falta de voluntad o de capacidad para ampliar sus bases de apoyo, mediante la comunicación y concertación con sectores sociales y políticos organizados. Lo hicieron tarde y deficitariamente. De la pésima política de comunicación, ni hablar.
¿No están de acuerdo con el balance? Bueno, así es la democracia. Quedan argumentos en la alforja, pero aquí paramos.
No sabemos qué hará, o qué será de la Alianza Cívica en el futuro. Por ahora, debemos extraer enseñanzas de su desempeño, de sus luces y de sus sombras.
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