Cualquiera sabe que, por definición, un diálogo supone la participación de al menos dos partes que tienen la voluntad real de escucharse y de entenderse. No basta con sentarse. Debe existir la voluntad real de entenderse. Por algo existe la expresión popular “diálogo de sordos”, para referirse a quienes se sientan sin voluntad de escucharse y de entenderse. Sentarse, escucharse y entenderse es la puerta de entrada a un acuerdo. Y para llegar a un acuerdo, además de la voluntad, se requiere que exista un conjunto de temas donde puedan conciliarse posiciones mediante concesiones de parte y parte.
Lo anterior lo sabemos todos. Pero no está de más repetirlo al referirnos a las realidades actuales de nuestro país.
Para resolver la tragedia que vivimos, distintas voces, a nivel nacional y a nivel internacional, han coincidido en la necesidad de un diálogo para encontrar una solución. Se trata de una posición loable, legítima, responsable y sensata.
Sin embargo, Ortega ya dio su respuesta de manera contundente, repetida y brutal. No quiere diálogo con nadie. Ni a nivel interno, ni a nivel externo.
Hagamos un repaso.
Invitó a los obispos a mediar el fenecido diálogo nacional. Cuando no le gustó la conducta de los obispos, los acusó de terroristas, asesinos y otros calificativos del mismo tenor.
Acordó invitar a la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para Derechos Humanos. La misión emitió un informe, a Ortega no le gustó el informe y los expulsó del país.
En junio, en el marco de la Asamblea General de la OEA copatrocinó una resolución, nada más y nada menos que con la misión de Estados Unidos, mediante la cual se incorporó la crisis nicaragüense en la agenda de esa organización. Cuando las decisiones adoptadas por el Consejo Permanente no resultaron del agrado de Ortega, los acusó de injerencistas e instrumentos del imperialismo. Rechazó las resoluciones y cerró las puertas del país al grupo de trabajo que se había creado para contribuir a una solución negociada de la crisis.
En otro momento, había suscrito con el Secretario General de la OEA un acuerdo para reformas electorales. Cuando ya no pudo manipular a Luis Almagro, ignoró el acuerdo.
Igualmente, acordó con la Secretaría General de la OEA el arribo de una misión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Incluso, asumió las recomendaciones contenidas en el primer informe de la CIDH. Acordó también que se formara el MESENI (Mecanismo Especial de Seguimiento para Nicaragua), y el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI). Cuando se dio cuenta que no los podía controlar, primero les cerró puertas de las instituciones públicas, incumpliendo los términos del acuerdo. Más tarde, canceló los acuerdos y expulsó del país a ambas misiones.
Vinieron unos representantes del congreso norteamericano, aunque no está claro qué ocurrió exactamente, lo que sí se sabe es que traían un planteamiento para negociar, pero tampoco dio resultado.
La conclusión es que Ortega llegó a los acuerdos citados como estratagemas que consideró útiles para distraer a los nicaragüenses y a la comunidad internacional. Sus planes no resultaron. Entonces, simplemente pateó la mesa.
La realidad está expuesta a pleno sol para el que la quiera ver: La determinación de Ortega es mantenerse en el poder, a sangre y fuego, sin importarle ni el país, ni leyes nacionales, ni compromisos internacionales. Sus propósitos son claros: preservar su fortuna y asegurarse impunidad.
Hay quienes todavía afirman que el estilo de negociar de Ortega es al borde del abismo. Pues bien, ya no estamos en el borde del abismo. Más de 325 muertos, más de 600 prisioneros políticos, decenas de miles de perseguidos en el exterior, confiscaciones, cierre de medios de comunicación, centenares de miles de desempleados y una economía que se desploma, son realidades que nos gritan que vamos ya cuesta abajo por el despeñadero.
Está claro que Ortega resolvió no negociar al borde del abismo. Resolvió que no le importa que el país se vaya al abismo, incluyendo partidarios y cómplices, con tal de mantenerse en el poder.
En estas condiciones ¿Es realista pensar que Ortega esté dispuesto a ir a un diálogo y negociar un adelanto de las elecciones? ¿Es realista pensar que si aceptara cumpliría el compromiso de realizar elecciones limpias? ¿Es realista pensar que esté en disposición de cumplir los acuerdos? ¿Quiénes serían los garantes de esos acuerdos, si a todos los que podrían serlo ya Ortega les pateó la mesa?
Tal como están, tal como han sido y tal como van las cosas, de algo debemos estar claros: con el régimen de Ortega en el poder será inevitable que nos estrellemos en el fondo del precipicio. Y con él en el poder, sea en las condiciones que sean, las cosas solo pueden seguir empeorando día con día.
Todo lo anterior nos conduce a reflexionar si, efectivamente, tiene sentido seguir insistiendo en una ruta que no tiene ni entrada ni salida.
Estoy consciente de que esta pregunta conduce automáticamente a otra: si el diálogo no es viable por la cerrazón de Ortega ¿cuál es la salida?
Pero como este asunto es maíz duro de moler, les ofrezco abordarlo en un próximo comentario.
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